Durante cerca de tres siglos, Japón se había mantenido cerrado a cualquier influencia extranjera (hasta que llegaron los jodidos yanquis). El Decreto de Reclusión de 1638 prohibía a los europeos (¿y a las europeas?) entrar en Japón y penaba con la muerte a los japoneses que intentaran abandonar el país. (como en Fortaleza Infernal).
Este prolongado aislamiento significó un enorme desfase respecto a las civilizaciones más evolucionadas, a las cuales debería imitar finalmente por imperativos internos. Sin embargo, para ponerse al mismo nivel de la civilización occidental, Japón debía abandonar seculares tradiciones en todos los aspectos de la vida diaria.
De la manera detallada y amena, el autor nos muestra una amplia panorámica de la evolución japonesa, que en menos de un siglo pasó de un singular inmovilismo ancestral, a figurar como una de las mayores potencias mundiales. Si se llegan a poner las pilas al mismo tiempo que los demás países, ahora ya estarían en Marte.
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